La Bohème o la ópera en su máxima expresión
Si en el intrincado mundo de la ópera existe aunque sea un solo título que resuma el espíritu pasional, apoteósico, dramático y emocionante de la lírica, ese debe de ser, sin duda alguna, La Bohème de Giacomo Puccini (1858-1924). La obra se inicia en una buhardilla en el Barrio de Montmartre el día de Nochebuena pero ese no es el ambiente que se vive dentro de ésta. Marcello, pintor, y Rodolfo, el poeta están desesperados por el frío que “inunda” la habitación y que provoca que Rodolfo recurra a quemar sus escritos en la chimenea. En tanto llega Colline, el filósofo del grupo, que pretende empeñar algunos libros porque la pobreza les atosiga pero que no consigue al estar en estas fechas navideñas, pues en Nochebuena no se aceptan empeños.
No cabe duda de que La Bohème es una de esas óperas por excelencia que todo aficionado de pro ha de conocer, o al menos, todo ser viviente con algo de cultura ha de acercarse, al menos una vez en la vida, como musulmán a la Meca, a esta ópera italiana de alcance internacional.
La bohemia de Leoncavallo
Como bien narra el experto musicólogo Kart Pahlen, Puccini no dejó una autobiografía escrita. Pero hacia el final de su existencia contó muchas cosas sobre su vida a un joven amigo y admirador. En las descripciones de éste se contempla el siguiente recuerdo de 1893: “Una tarde lluviosa en que no tenía nada que hacer, cogí un libro que no conocía: la novela de Henri Murger me golpeó como un rayo…”. En seguida tomó la decisión de componer una ópera a partir del libro. En otoño del mismo año, 1893, Puccini se encontró en Milán con su viejo amigo Leoncavallo, el compositor de Pagliacci. Entusiasmado, contó al compañero de los años difíciles de juventud que estaba trabajando en una nueva ópera: una musicalización de La Bohéme de Murger. Leoncavallo pegó un salto y se puso a despotricar, no sólo porque estaba trabajando en el mismo tema, sino porque él mismo había llamado la atención de Puccini sobre aquel libro, pero Puccini no había mostrado interés por él. Puccini había olvidado el asunto, pues los comentarios de Leoncavallo no le habían causado ninguna impresión. En un instante, los amigos se convirtieron en enemigos. Comenzó la carrera por una ópera sobre la bohemia. La ganó Puccini; su obra se estrenó en Turín el primero de febrero de 1896 y se difundió con mucha rapidez, a pesar de la fría acogida que tuvo. La ópera de Leoncavallo, que ostentaba el mismo título, se estrenó en Venecia, un año después y muy pronto cayó en el olvido.
Pero en un principio los tiros iban por otro lado. Después del éxito de su anterior ópera, Manon Lescaut, estrenada en 1893, Puccini, lleno de halagos, felicitaciones e importantes ofrecimientos, decidió continuar de inmediato su senda creativa escribiendo una nueva ópera basada en un cuento de Giovanni Verga titulado La loba. Se da la circunstancia de que otro relato de Verga había sido la inspiración de la exitosa Cavallería Rusticana de Mascagni, estrenada tres años antes. El interés de Puccini por este proyecto lo llevó incluso a visitar a Verga en Sicilia, a comienzos de 1894, para empaparse de la atmósfera requerida para componer.
Sin renunciar aún a la idea de componer sobre el cuento de La loba, Puccini, impresionado por la novela Scènes de la vie de Bohème, Escenas de la vida bohemia del escritor parisino Henri Murger, que se publicó en 1846 en una revista de la capital gala y más tarde en forma de libro, con ese mismo título, optó por componer la nueva ópera tomando como tema el de esa obra literaria. Para poner en marcha su proyecto sobre La bohème, Puccini llamó a los libretistas Luigi Illica y Giusuppe Giacosa. Con ellos ya había trabajado en Manon Lescaut y con ellos también habría de formar una suerte de sociedad que, aparte de la ópera que nos atañe, daría posteriormente a tan importantes frutos como Tosca y Madama Butterfly. Después de dos años de estricto control sobre los libretistas, llegando incluso a tirantes relaciones, con continuas exigencias y correcciones, o instando además a llevar hasta el final un trabajo que primero Giacosa y luego Illica quisieron abandonar, Puccini inició la composición en enero de 1895, terminando su trabajo en noviembre de ese mismo año.
Un libreto escrito a trancas y barrancas
La Bohème es la cuarta ópera de Giacomo Puccini, después de Le Villi, 1884, Edgar, 1889 y Manon Lescaut, 1893). Sus libretistas, Luigi Illica y Guiseppe Giacosa, eran conocidos hombres de letras. Los dos se complementan de manera casi ideal. Giuseppe Giacosa (1847-1906) fue un poeta de bello lenguaje e imágenes poéticas, mientras que Luigi Illica (1859-1919) tenía talento sobre todo en la parte dramática, en la configuración escénica. Como en todas sus participaciones, el dramaturgo y periodista Illica esbozaba el fondo y definía la trama y Giacosa daba la forma poética al libreto con su paciencia y su sensibilidad. Por lo demás, parece que la redacción del libreto fue bastante problemática, por lo que Giulio Ricordi, el editor y amigo de Puccini, tuvo que intervenir como conciliador.
En un prólogo, los libretistas Giacosa e Illica atribuyen modestamente a Murger, a quien siguieron, los méritos del libreto. No se refieren con ello a la novela, sino a la versión teatral, que apareció en 1849. Pero en realidad cambiaron algunas cosas esenciales. El decisivo personaje de Mimi no aparece en Murger: sus características se reparten en el original entre distintas figuras femeninas. Inútil también es la busca de un Rodolfo en Murger: allí se llama Jacques. El primer encuentro entre Rodolfo y Mimi, que en la obra de Murger se llama Francine, se produce de una manera diferente: no es el hombre el que encuentra las llaves y las oculta, sino la joven.
No obstante, Puccini encontró en este libreto el argumento ideal para sus inclinaciones y su capacidad. Cada detalle está descrito de manera magistral, la calidez de las melodías se enciende en un texto que simpatiza con los sentimientos humanos. La vida bohemia de Rodolfo y de Mimi, de Marcello y de Musetta fueron una realidad trágica de la Francia anterior a la Tercera República. La prosa de Henri Murger y la pluma poética de Giacosa e Illica estilizaron ese triste testimonio del París del siglo XIX y en particular ese sector de la sociedad en el que convergían los llamados propiamente “bohemios”: poetas, filósofos, estudiantes de medicina, activistas políticos, con operarias de fábrica, costureras, vendedoras de flores y de castañas calientes.
Los personajes de esta famosa obra parecen salidos de la vida real. Yendo un poco más allá, el musicólogo Mosco Carner comprobó la similitud del poeta Rodolfo con el propio Murger, de manera que escenas de la vida bohemia, sería, al menos en parte, una obra autobiográfica. El pintor Marcello tendría su origen en un escritor de apellido Champfleury y en dos pintores, Lazar y Tabar; el músico Schaunard se llamaba Alexandre Schainne en la vida real. A juicio de Mosco Carner, el filósofo Colline sería el retrato de dos tipos estrafalarios, Jean Walon y un tal Trapadoux. Musetta se habría llamado en la vida real Marie Roux, amante de Champfleury. Mimí fue una creación de Illica, Giacosa y Puccini, puesto que en la novela de Murger sus cualidades y vicisitudes se reparten entre varios personajes femeninos, cuyos modelos en la vida real habrían sido María Vidal, Lucille Louvet y otras.
Como se afirmó en un anterior artículo consagrado en esta misma revista a La Bohème, aunque desde los primeros momentos de la ópera la amorosa Mimì está definida por el mismo final trágico, la muerte, que sus también desventuradas e ilustrísimas colegas Eurídice, Violeta, Isolda, Tosca, Carmen, Cio-Cio-San, Salud, Mélisande, Liù o Salomé, nuestra protagonista es una sencilla y bordadora sin otro rasgo caracterizador que su lenta y progresiva tisis. Su amado Rodolfo es un vulgar poeta sin éxito de entre los muchos que pululan por el Barrio Latino, un muerto de hambre que se ve obligado a incendiar sus propios escritos para alimentar una estufa que se antoja insuficiente para calentar a la moribunda Mimì. Tampoco su amigo el pintor Marcello ha corrido mejor suerte en la vida. “Pintor de brocha gorda” le dice su querida y “casquivana” Musetta en la muy señora bronca que sostienen al final del tercer acto. “Víbora” le responde el pintor. Salvo el rol del filósofo Colline, al que Puccini encomendó la bella aria del cuarto acto “Vecchia zimarra” y de las dos parejas protagonistas, las personalidades de los restantes intérpretes están escasamente desarrolladas; dramática y musicalmente. Por iniciativa del propio Puccini, los libretistas Illiaca y Giacosa eliminaron la relevancia que en el original de Murger desempeña el personaje del músico Schaunard en el cuarto de los amigos bohemios, que, sin embargo, sí se encuentra amplia y hábilmente desarrollado en la de Leoncavallo. Los demás personajes, Benoit, Alcindoro, Parpignol, carecen de especial relieve vocal o escénico y su presencia está limitada a momentos episódicos.
Momentos musicales de enorme éxito
En la música de La Bohème, Puccini reunió elementos de distintas corrientes. Bien pudiera parecer un pastiche o un clamor resultante de un eclecticismo turbador, pero en realidad, Puccini era hijo y fruto de su época, el cambio de siglo, algo que quedó bien reflejado en su estilo compositivo, del que La Bohème es un ejemplo más que clásico. Las arias y los dúos de amor de los actos primero y último se pueden atribuir al romanticismo tardío, el comienzo del tercer acto con la silenciosa y desalentadora nevada en una alborada gris al impresionismo y algunos episodios del segundo acto al verismo.
No obstante, Puccini supera el verismo con la melodía íntima, pues moderniza el romanticismo y llega al estilo que desde entonces será su característica inconfundible. Hallamos una partitura magistral en la que gran cantidad de detalles maravillosamente logrados se unen para configurar una totalidad magnífica. Como ocurre en las obras maestras, no hay un solo compás prescindible, sino una serie de puntos culminantes que se han vuelto mundialmente famosos y muy populares. A ellos pertenecen las dos primeras arias de Rodolfo y Mimi, “Che gelida manina” y “Mi chiamano Mimi”, el dúo que entonan ambos al final del primer cuadro, “O soave fanciulla” el vals de Musette, el cuarteto del cuadro tercero, que no tiene comparación por su atmósfera invernal y melancólica, y, después del dúo de Rodolfo y Marcel, la escena de la muerte de Mimi. Todo son momentos absolutamente memorables así como páginas imprescindibles en la historia de la ópera.
El estreno de La Bohème tuvo lugar en el Teatro Regio de Turín, el 1 de febrero de 1896, tres años justos después del de Manon Lescaut, el mismo día y el mismo coliseo. La obra la dirige Arturo Toscanini, un maestro legendario de apenas veintiocho años de edad entonces, y Cesira Ferrari y Evan Gorga interpretan los papeles de Mimí y Rodolfo respectivamente. Ese mismo año, el éxito en Roma y Palermo confirma su aceptación superando las malas críticas que la prensa la deparó en Turín, pues el público había acogido allí con frialdad esta nueva ópera de Puccini, una reacción habitual al principio ante todas las creaciones del compositor. Por su parte, la crítica se dividió entre los que veían una obra maestra y quienes la tildaban de ópera fallida en deplorable retroceso. En efecto, durante decenios críticos y público han mantenido, como tantas veces, un pronunciado divorcio respecto a sus respectivas valoraciones de La Bohème. Mientras la conmovedora historia de la bordadora Lucia y el poeta Rodolfo se imponía en todos los teatros del mundo, en abril de 1897 se representó en Manchester, Londres y Estados Unidos, un año después, en 1898, llegó a España, al Liceu barcelonés, los críticos, siempre tan reticentes, reprochaban a Puccini el reiterado empleo de melodías “fáciles” y “pegadizas”, así como “su excesivo sentimentalismo”, casi más propio de culebrón televisivo o de novela rosa que de un género del abolengo de la ópera. El tiempo ha demostrado que estaban equivocados. No supieron ver que el último gran creador operístico italiano había destilado en la ya centenaria La Bohème sus mejores y más exquisitas fragancias creadoras. Una vez más, el público, como casi siempre, tuvo razón.
Podríamos pensar que quizás lo que en un principio molestó al espectador de su época fue el argumento que veraz, realista y vívido lo sumerge inmediatamente, le hace identificarse con los personajes y lo subyuga hasta la lágrima. En aquella época los espectadores no estaban acostumbrados a esa inmediatez, porque hasta Puccini existía una separación entre el público y la escena impuesta por el libreto histórico donde los personajes principescos protagónicos de las óperas estaban muy lejos de la realidad cotidiana del público y por lo tanto de su identificación con ellos. Puccini involucra al público, le hace partícipe en forma inconsciente e inesperada, moviliza su interior. No pasó mucho tiempo hasta que las opiniones se aunaran, concitando que frente a La bohème habían de encontrarse ante una de las máximas creaciones del género lírico, portadora de posteriores éxitos que no muchas obras operísticas pueden ostentar. Nellie Melba y Enrico Caruso fueron la Mimì y el Rodolfo que aseguraron su éxito. Más cerca de nuestro tiempo, Maria Callas y Giuseppe di Stefano, Renata Tebaldi y Carlo Bergonzi, Victoria de los Angeles y Jussi Björling han derretido todos nuestros corazones.